lunes, 24 de agosto de 2015

La leyenda escrita en las paredes de una mansión abandonada (I)

La puerta de acceso a la mansión.
Es una característica propia de tu personalidad. Cuando ves algo que te sorprende, de súbito clavas los frenos de tu coche y cambias el rumbo sin dar opción a los que te acompañan a expresar su parecer. Y estas vacaciones hiciste lo mismo.
Justo en el momento que abandonabais el conocido barrio, morada final de todos los que se fueron a las Indias para hacer fortuna y luego volvieron presa de su locura, fue cuando te diste cuenta de aquella mansión abandonada. La más antigua de todas y, por sus dimensiones, la más grande.
Contemplar su torreón de azulejos verdes y todas las ventanas abiertas de su primera planta lo entendiste como una llamada para que visitases un palacete cuyo estado de abandono, difícil de imaginar, se había convertido en un grito ahogado y eterno del orgullo y el disparate de quienes fueron sus propietarios.
La emoción al descubrir esa villa deshabitada motivó que te equivocases de camino, otro hábito al que también tienes desacostumbrados a los tuyos. Pero no te cortaste un pelo. En medio de una nube de polvo retrocediste con el vehículo casi cien metros para luego adentrarte en un camino empedrado y cubierto a ambos lados por una vegetación casi salvaje, hasta situarte ante la verja de entrada que distaba otros centenares de metros del frontis del edificio.
La puerta de hierros oxidados, sustentada a ambos lados por dos pilares de piedra invadidos por un bosque que parecía querer huir del interior, te recordó la entrada de cualquier cementerio abandonado antes que el de una hacienda de indianos.
De forma aparente la puerta estaba cerrada con un candado, pero no fue hasta que apoyaste tu mano derecha en uno de los barrotes cuando, como por arte de magia, el extremo de la cancela de principios del siglo XIX cedió inesperadamente dando la bienvenida a tu curiosidad. Esa inquietud que, desde pequeño, te llevaba a marear a tu padre con preguntas interminables.
Y eso fue lo que hiciste. No te lo pensaste dos veces y entraste, y exploraste ese lugar con más de un siglo de historia, ya sin preguntar y sin permiso. Deseabas conocer cómo sería su interior, aunque todo te hizo presagiar que había sido prostituido en anteriores ocasiones por curiosos y saqueadores de todo objeto valioso.
Para acceder a la casa te sumergiste en una maleza de metro y medio de altura en donde pagaste tu atrevimiento a base de arañazos en tus brazos y piernas al atravesar un entramado de zarzas, especie que no logró disuadirte, cual alambrada colocada en un área fronteriza.
Fachada principal.
A veinte metros de la misma, el aspecto de la fachada principal era fantasmagórico. La entrada a la mansión la localizaste por el extremo izquierdo y, como si rindieses tus respetos, pasaste por debajo de un escudo que tenía esculpido en piedra las siglas de los apellidos de sus dueños. Una familia sobre la que ignorabas absolutamente todo.
El interior era desolador. No quedaba casi nada. Tus primeras impresiones fueron una danza de sensaciones entre el abandono y la tristeza. Era imposible caminar sin dejar de mirar un suelo que casi no existía en algunas dependencias y que te permitía observar el terreno virgen que en su momento estuvo oculto por un tablado de maderas de extraordinaria calidad.
A pocos metros recibiste otro impacto. Una gran sala que debió ser el salón principal, lugar de paso obligado para conocer el resto de la mansión, todavía albergaba una robusta mesa de billar situada a los pies de una escalera de mármol blanco. Otra seña evidente del nivel económico que tuvieron los dueños de ese inmueble de estilo colonial. Este hallazgo te puso en alerta. No estabas en una mansión cualquiera.
La mesa de juegos aún permanecía allí debido a su propio peso, aunque anteriores intrusos, o vándalos, ya se encargaron de rasgar el característico tapete color verde obviando, quizás, que hacían un favor para que no se descubriesen las posibles carambolas de la vida de quienes jugaron sobre ese gran tablero o los actos de amor que pudieron llevarse a cabo rubricados con el más absoluto silencio. Estos hallazgos te hicieron presagiar que allí se sucedieron unos hechos extraordinarios que motivaron la eliminación interesada del más mínimo rastro del estilo de vida de sus dueños. 
Un poco más atrás de esa mesa y bajo la escalera encontraste un piano, cuya arpa y tabla armónica estaban reventadas a patadas, pero que te empeñaste en averiguar si sonaba al accionar algunas de las piezas del clavijero. Y sonó...
Y tremendo susto te llevaste, amigo, porque los techos altos de la sala, que favorecían el eco de la misma, te recordaron el miedo que pasaste aquel día que te dejaron ver en televisión, con casi 12 años, la película francesa 'La leyenda la mansión del infierno'.
Hasta que no cesó el sonido no tuviste el valor de subir por los peldaños de mármol que te guiaron a las dependencias de la primera planta. Aquí te jugabas la vida si te apoyabas en el pasamanos de madera desde el que podías admirar e imaginar el esplendor del salón de la planta inferior así como del resto de la casa. 
A partir de este lugar la soledad y la desolación fueron tu única compañía. El paisaje interior estuvo marcado por el deterioro de sus paredes y los techos de las habitaciones, en las que se podía observar el esqueleto de las estructuras de madera que sujetaban lo que no pudieron mantener sus propietarios o, probablemente, lo que acabó con ellos el resto de su vida: los recuerdos que allí vivieron. Las fiestas de sociedad que con total certeza se celebraron y cuya asistencia debió ser casi una obligación por temor a la exclusión de una casta social a la que no era fácil pertenecer.
Detalle del estado de las ventanas.

Avanzaste con dificultad por el resto del palacete entre trozos de cristales, fragmentos de yeso desconchados como metralla y tabiques destrozados que dejaban ver en su interior el armazón de un hierro fundido en los cercanos altos hornos. Guiño también de la opulencia y garantía de que nunca caerían sus paredes ni la estructura de acero que las mantenían en pie, pese a que algún día de algún siglo este lugar acabase desvalijado. Y así lo entendiste. A la muerte de sus moradores, estos se hundieron en el olvido del tiempo pero no la construcción de su locura.
Tampoco se desplomarían las fachadas exteriores que sobrepasaban en altura los muros que cercaban esa casona con un gran jardín y otro edificio anexo que pudo hacer las funciones de cuarto de aperos o también de caballerizas y custodia de los carruajes o, incluso, de la servidumbre.
Tras sortear en el suelo varios boquetes que parecían el resultado de un bombardeo al azar, decidiste buscar lo que siempre piensas que debe tener una edificación tan singular y misteriosa, un sótano. Y no te equivocaste con tu presentimiento.
Este lugar estaba justo debajo de una escalera de servicio, a modo de caracol, que llevaba a un refugio subterráneo flanqueado por una inexplicable verja de hierro. Penetrar en este espacio fue una tremenda osadía. Los antepenúltimos y últimos escalones de madera constituían dos auténticas trampas en la oscuridad, porque las aristas de madera en las oquedades de los peldaños hacían la función de ratoneras sobre tus piernas. Entonces no tendrías escapatoria si nadie conocía tus intenciones de adentrarte en el subsuelo de esa villa.
Todo parecía estar preparado para que no regresase quien tuviese la desmesurada curiosidad por saber qué albergaba esa sala de aspecto fúnebre en la que solo habían viejas botellas de vino y champán junto a innumerables frascos con pociones de dudoso uso y efecto. Te sobrecogiste de nuevo al tener la sensación de hacer un viaje a un pasado que nunca conociste por entrar en una sala tan antigua y terrorífica. La bodega te advertía por si sola que no debías permanecer mucho tiempo en este espacio.
Y tuviste miedo. Un miedo atroz que se esfumó por un pequeño hueco al descubrir el color verde de la vegetación a ras del suelo del exterior, situado a metro y medio de altura.
Al igual que haces cuando accedes a cualquier lugar, ni tocaste ni te llevaste nada porque sabes que cualquier cosa que roces pierde la histórica posición de su identidad custodiada en el tiempo.
Dos horas después de explorar el interior la sensación que te quedó fue que la casa murió cuando se murieron sus dueños, quienes no debieron gozar de una vida muy feliz porque, después de su ausencia, y observado su total abandono, nadie, absolutamente nadie quiso hacerse cargo de esa herencia sustentada en un patrimonio arquitectónico, epicentro de una existencia que no tuvo un buen final y cuyo desamparo se advertía durante toda la visita.
Contemplar el vacío de la mansión era como moverse entre los bastidores de un escenario en donde sus moradores habían sido protagonistas de una larga obra teatral que acababa con el fallecimiento de los mismos, quedando las paredes destartaladas como decoración de un desolado, polvoriento y agónico espacio.
Sin embargo, unos minutos antes de dejar el palacete descubriste un detalle que encogió el corazón y te hizo un nudo en la garganta que te mantuvo en un discreto y prudente silencio hasta abandonar el lugar.
En la primera planta, en el ala norte, en una de las habitaciones cuya ventana permite ver el mar Cantábrico en el horizonte, alguien escribió un graffiti en una pared que parecía recordar el deseo de quien ingenió la construcción de esa villa.
El indiano y propietario de esa mansión sabía con certeza, por la vida de despilfarro que le llevó a edificar ese inmueble, que en el futuro, a la muerte de su última moradora, ese lugar quedaría deshabitado, abandonado, y aunque todo su interior desapareciese, excepto sus puertas, ventanas, suelos y techos, permanecerían sus paredes como únicos testigos silenciosos de lo que allí se vivió.
El graffiti.
Y eso fue lo que sucedió en el transcurso de tu visita. Las paredes fueron las únicas que te 'hablaron' como si se tratase de una psicofonía perceptible, pero no fácil de interpretar. La historia quedó en las paredes y las paredes permanecían para toda la vida, porque la leyenda que descubriste rezaba: "Todos los días de mí vida", cuyo punto y final era el boceto de un corazón. 
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miércoles, 1 de julio de 2015

Las sombras de un café

Un café puede ser la frontera del Cuarto Mundo.
Es una costumbre que tienes desde que viajas solo: conocer las cafeterías de las plazas de los mercados. Sabes que son uno de los lugares en donde las ciudades inician su despertar. Pero existe la cafetería de un mercado de abastos que no olvidarás en tu vida. Era la primera vez que visitabas ese edificio, con casi un siglo de historia. Al entrar la viste con los hombros y parte de su espalda al descubierto. Era una chica de piel mestiza y pelo negro. No reparaste en nada más de ella salvo en ese detalle. Te dirigiste a la barra y solicitaste un café. Después de contemplar el trasiego de vendedores colocando sus existencias, pagaste y saliste por el extremo opuesto por el que habías accedido.
Días después volviste porque te había gustado ese mercado en donde observaste detalles e imaginabas las fotos que podrías hacer. Y la viste de nuevo sentada en el mismo lugar, como la vez anterior, de espalda a ti y con otro top que delataba su espalda lisa y morena. Te sentaste en la barra y repetiste el ritual de siempre: café, contemplar a los puesteros y echar mano del periódico de la jornada.
Al marcharte hiciste amago de bajarte de la silla redonda y un leve dolor de tu hernia te obligó a mantener la postura a duras penas. En ese instante por detrás escuchas una voz femenina que te dice: "¿Problemas de espalda?".
Acababas de poner cara a la chica de pelo negro a la que solo le veías la espalda cuando entrabas en la cafetería en donde el olor del café y las porras se mezclaba con el de las frutas y verduras de los puestos más cercanos. Le respondes que tienes una hernia que te 'acompaña' desde los veinte años pero que no te da por 'meterle mano' al asunto porque "solo entro en un quirófano cuando la situación es insostenible".
Amanda, que fue como se presentó al tiempo que te extendía su mano derecha para saludarte, te dijo que era fisioterapeuta y, si lo deseabas, podías visitarla en su consulta para asesorarte. Acto seguido cogió una servilleta y anotó un número de móvil toda vez que te advirtió: "Tendrá que ser a partir de 15 o 20 días porque mañana salgo para Barcelona".
Le diste las gracias y guardaste el número sin apenas prestarle interés porque mantienes tu intención de no tratarte esa hernia con la que convives y cuyo dolor forma parte de ti y casi de tu carácter.
No será hasta dos meses después cuando vuelves a esa ciudad y a esa cafetería de ese mercado de abastos. De hecho casi te habías olvidado de ella hasta que entraste de nuevo en el lugar. Y como si el tiempo se hubiese detenido la volviste a ver, sentada en la misma mesa, de espalda a ti pero con un detalle que delataba que algo le había sucedido durante todo ese tiempo. Una tremenda cicatriz en el lado derecho de su espalda, en forma de media luna, cuya punta inferior debía de acabar a la altura de su cintura.
No la molestaste porque la encontraste ensimismada en la lectura del periódico. Tomaste tu café y en ese instante escuchas que te dice "hola, ¿qué tal tu espalda?".
Te vuelves hacia ella, le sonríes y observas sus facciones algo más delgadas. Le respondes que bien, aunque no te lo crees ni tú.
Amanda se despide de ti con unos exquisitos modales que desde el primer momento te llamaron la atención. Te vuelve a dar la mano, te sonríe, al tiempo que te desea que "te vaya bonito".
Tras varios viajes no vuelves a esa ciudad y cuando lo hiciste sí que te acordaste de ella y esta vez fue la razón que te llevó a la cafetería y no las fotos que siempre pospones pesando que tu vida es eterna y que siempre vas a gozar de todo el tiempo que desees y en las mismas circunstancias que vives.
Pero ella no estaba. Ya no se encontraba en su mesa de siempre con su postura habitual con una pierna sobre la rodilla de la otra, mirando hacia el periódico, con su top que mostraba su espalda cicatrizada en forma de paréntesis de su vida, y con los dedos de una mano apoyados sobre la página que leía mostrando siempre su particular interés.
Le preguntaste al dueño del local y te respondió que hace más de un mes y medio que no había vuelto por el lugar y que no sabía cómo se llamaba ni dónde localizarla. Te vas con una extraña sensación que ni tú mismo te explicas. Lo único que recuerdas es su extraordinaria educación e intentas recordar la fecha exacta de la última vez que la viste, porque ese es otro de los problemas que tienes desde que dejaste tu tierra para siempre: el no recordar cuándo suceden las cosas, ni las fechas, ni el tiempo transcurrido desde entonces. Estás en tierra de nadie, amigo. Estás en otro mundo pero muy diferente del que descubrirás semanas después.
Pasan los días y no sabes las razones por las que aumenta tu inquietud sobre qué le habrá sucedido a Amanda, ante lo que optas por buscar el número de móvil que te había anotado en una servilleta y que todavía guardas metido entre las páginas de tu agenda.
La llamas decidido pero no será Amanda quien te conteste sino una hermana que te pregunta quién eres y a la que le respondes -recordando su profesión- "un paciente".
Su respuesta te deja sin aliento, de piedra: "Amanda murió". Había muerto la noche de San Juan. 
Casi sin poder mediar una frase al uso le transmites tu pesar y le preguntas en qué cementerio se encuentra. Su hermana, cuyo nombre no llegaste a conocer, te dice los apellidos de Amanda y el lugar exacto en donde recibió sepultura, así como el rito religioso al que ella se había convertido por decisión personal pocas semanas antes de fallecer.
No será hasta el día siguiente, cuando ya sobrepuesto del impacto de la noticia, coges el coche y te diriges al camposanto que te habían indicado. Al llegar al lugar hay otro detalle que para ti no pasa desapercibido: ¿por qué está enterrada en una fosa común?
Escribiendo en un cementerio cualquiera.
Después de contemplar el entorno del cementerio e intentar resolver un montón de preguntas que te surgen sobre esa chica, al salir, ves a un operario y le preguntas sobre las razones de por qué Amanda está en ese lugar.
El trabajador te pide que le acompañes a una pequeña oficina, que también hace las funciones de cuarto de aperos, en donde saca un par de tomos de color azul mientras te pregunta por los datos y la fecha de fallecida.
La respuesta que recibes te vuelve a dejar de una pieza. "Ella tuvo un entierro de caridad".
Significa que ni ella ni su familia ni nadie de su entorno más inmediato podían costear las exequias. Amanda no tenía ni donde caerse muerta.
La pobreza, ese escondido Cuarto Mundo, viste pantalones vaqueros y top, comparte un comedor social y lleva un teléfono móvil de prepago para no aislarse del mundo, si al mundo le da por interesarse por ella. Sin embargo la gente que la conoce, salvo sus familiares más directos y cercanos, son los que ignoran cuál es su verdadera radiografía social. 
Rara vez llegamos a conocer las penurias que pueden estar sufriendo las personas que a diario saludamos cuando vamos a hacer la compra o a las que nos encontramos a la misma hora en el parque que atravesamos cerca de donde vivimos y con las que compartimos el comentario habitual sobre el tiempo que hace. Y así pasó con esa chica que conociste en aquella cafetería que se interesó por tu salud y te ofreció ayuda desinteresada para paliar tu dolor cuando el dolor de ella era peor que el tuyo y que te sobrepasó con la noticia de su muerte. 
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jueves, 11 de junio de 2015

Un 'ángel de la guarda' metido a maestro pizzero en Porto, Portugal

El Restaurante Pizzería 'Mamma Nostra', en Porto, Portugal. Un local con alma.
Te prometió una vida feliz, tranquila y alegre, y también que nunca te sentirías sola. Concebiste un hijo con él porque estabas profundamente enamorada. Segura de que sería un buen padre, un gran padre, comprometido a fondo con su responsabilidad paternal y las tareas domésticas, pero al poco de venir tu hijo al mundo tu criatura abrió los ojos al mismo tiempo que tú. Y te diste cuenta de la realidad, de cuál sería la dura realidad a partir de entonces para pasar a vivirla en silencio, resignada y cabizbaja .
Muchos lugares sirven de observatorios en donde se vislumbra cuál va ser tu vida y uno de ellos fue un restaurante, la Pizzería Mamma Nostra, situada en el 77 y 79 de la Rua do Infante D. Henrique, en la bella ciudad portuguesa de Porto.
Tú entraste primero enfilando el pasillo y empujando tus ilusiones, tu única alegría y además tus preocupaciones, todas contenidas en el carrito en el que portabas a tu criatura. Detrás tu pareja, un individuo algo encorvado que vestía camiseta y bermudas, una vestimenta nada acorde con la categoría del local. Te indicaron el lugar en donde os teníais que sentar, una mesa rectangular. Tú de perfil a la cristalera de la entrada y un poco en penumbra, él, como los miembros de la Camorra, de frente a la puerta de entrada, con buena luz pero a tu izquierda.
Él solicitó la carta y pidió lo que deseaba comer, tú hiciste lo mismo, y cuando el camarero ya tomó nota de la comanda, te descubriste tu seno derecho y empezaste a amamantar a tu hijo, quien fue situado de forma estratégica a tu derecha para que él no tuviese que encargarse absolutamente de nada. Porque, al parecer era solo tuyo por tú haberlo traído al mundo. Él en su momento se limitó a descargar en ti y esa fue su única contribución, pensaste muchos meses después de nacer tu criatura.
Pasado un buen rato, tu hijo seguía recibiendo lo mejor de ti y tu pareja comenzó a comer, aunque por la manera de comportarse en la mesa y su lenguaje corporal ya dejaba entrever qué tipo de persona era y la educación de la que gozaba: codos sobre la mesa e, incluso en ocasiones, el antebrazo, agachado sobre el plato a punto de darse una hostia contra el mismo y bebiendo en el transcurso del almuerzo sin limpiarse las comisuras de los labios y dejando su seña de identidad en la copa. Pero había algo mucho más triste todavía: apenas te dirigió la palabra durante toda la comida. 
Una vez que tu hijo se quedó saciado, lo colocaste en el interior del capazo. Y comenzó, una vez más tu 'tortura': tu bebé empezó a llorar. Lloraba y lloraba y lloraba. Quería que lo cogieses en brazos, pero tú no podías más, casi no te quedaban fuerzas, no podías ni con tu alma.
Mientras tanto y ajeno al lloro de vuestro hijo, el padre seguía comiendo pendiente de algo de suma importancia: su smartphone, aparato que ejercía cual cuchillo representado en la mesa de la Última Cena de Jesucristo, retratado por Leonardo da Vinci.
Sin embargo, en el comedor de este precioso restaurante -situado en el interior un edificio histórico, calificado de Interés Público en 1994-, sucedió algo inesperado que nunca se suele ver o, si se ha visto, quizás nunca ha sido contado. El maestro pizzero -situado a la espalda de esta madre solitaria-, una vez que acabó todas las comandas elaboradas en el horno de leña, de inmediato abandona su puesto de trabajo para ofrecerse a coger a la criatura y tranquilizarlo hasta dormirlo en sus brazos.
Daniel Carvalho, maestro pizzero.
La madre pareció ver los cielos abiertos, pues el chef consiguió que ella comiese de forma sosegada y despreocupada al tiempo que el padre, que ejercía más de putativo de la criatura, se limitaba a levantar la mirada para ver qué sucedía y luego bajarla a su 'segundo aparato' más importante, su móvil. Lo único 'inteligente' que tenía en su mano.
Todos sabemos que un bebé se duerme en brazos de alguien cuando siente confianza, se muestra seguro y tranquilo y así fue hasta que la madre casi acabó de comer. Durante un buen rato el maestro pizzero dio largos paseos por el comedor acunándolo y susurrándolo con un cariño fuera de lo normal que evidenciaba que también debía ser padre.
El 'ángel de la guarda' y protagonista del final de esta historia, que refleja un denominador común de la idiosincrasia de Portugal: la exquisita educación de la mayoría de los portugueses, se llama Daniel Carvalho, maestro pizzero de profesión y voluntario 'niñero' en las pausas en su trabajo. 
Hace 9 meses tuvo "la suerte" de ser padre, "la ilusión de mi vida", según confesó después de acercarme a él para felicitarle por su gesto que conmovió a todos los presentes en ese comedor. A todos... menos al más importante, el padre de la criatura, quien debió de pensar que la extraordinaria acción de Carvalho estaba incluida en la factura de este excelente restaurante. Iluso.
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miércoles, 13 de mayo de 2015

¿Y si fuera ella? Cuando un instante perdura para siempre en la memoria de tus viajes

La chica de la playa de Ares, A Coruña.
Sucedió la primera vez que visité el norte del 'Paraíso', el norte de Galicia, hace ya muchos años. Al llegar a la playa de Ares, en A Coruña, lo primero que me impactó fue su ensenada rodeada por un gran espacio arbóreo. Afortunadamente para mí el tiempo no acompañaba en absoluto: cielo gris oscuro avisando tormenta con "aparato eléctrico" (cuando escucho tal expresión en los partes meteorológicos lo primero que me pregunto es si te va a caer un electrodoméstico del cielo), episodio que ya empezaba con el tradicional 'orballo', es decir, "pingas de agua en el suelo cuyo origen es la condensación de vapor de agua en la atmósfera", según el significado oficial.
Como siempre, los que me acompañaban se guarecieron en una cafetería y un servidor se echó a caminar por el paseo marítimo aprovechando que lloviznaba.
En esta región el clima impacta y de qué manera, pero la primera impresión que me llevé en este lugar no tardó en aparecer. La marea estaba baja, no había absolutamente ni un alma por el paseo marítimo, cuando observo una chica caminando sola por la orilla, sin prisa y con el semblante totalmente relajado al tiempo que mantenía su mirada en el horizonte de su vista.
¿Qué motivos puede tener una chica para caminar sola por la orilla de una playa en un día tan nublado y gris? Admito que me encantó, lo que me llevó a sacarle una foto mientras pensaba que se estaba empapando hasta decir basta.
Luego no tuve otra opción, o me quedaba quieto o la seguía porque me intrigaban los motivos que podía tener  para que le diese por caminar en plena lluvia por la orilla de aquella ensenada.
Poco tiempo después observé que cambiaba su ruta, casi antes de llegar a un pequeño acantilado para enfilar hacia el paseo marítimo, por lo que adelanté el paso para lograr coincidir con ella, adelantarla y darme la vuelta para contemplarla. Mientras pensaba... ¿y si fuera ella?
¡Diooos! Era guapísima. Reconozco que lo primero que me vino a la mente fue aplaudirle pero no quería romper el ruido de fondo del mar ni el silencio de su mirada.
La historia termina ahí. No la volví a ver y lo único que recuerdo son sus ojos de color marrón verdoso y el vuelo de su cabello a merced del viento. 
Pese a que la foto tiene sus años, nunca olvidaré verla caminar por aquella playa con esa luz, y recordar la sensación de dejar de sentir frío cuando la vi de cerca.
Hace unos días publiqué esta misma imagen en un post en mi cuenta de Facebook y una amiga de toda la vida, del resto de la vida que me queda por vivir, me preguntaba: "Carter ¿como periodista no te has planteado volver a Ares para indagar sobre quién era?".
Siempre pienso que volver a intentar revivir el pasado conlleva el riesgo de sentir una frustración porque no somos los mismos, ni sentimos de igual manera que en aquellos momentos. Nunca nada es igual porque todo cambia.
Sin embargo, cada vez que oigo citar ese lugar, siempre noto una sensación extraña en mi garganta, como si me faltase el aire durante unos segundos, ya que vuelvo a revivir aquel instante que perdura en mi memoria y con la misma inquietud de siempre, no saber quién era... 
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jueves, 16 de abril de 2015

Sentido y sensibilidad. "¡Me voy de putas!"

Inmediaciones del lugar de la entrevista
En algunas ciudades existen calles cuya actividad cambia de forma radical con el devenir de las horas. Por la mañana son el campo de trabajo de actividades portuarias y por la noche el mayor lupanar callejero nunca imaginado. No recuerdo qué noche fue pero regresábamos a casa mi hija, mi compañera y yo. Al intentar acortar la ruta para que la llegada a casa no fuese más larga optamos por caminar por una de las principales avenidas portuarias de la ciudad.
Al poco de hacer nuestra incursión en dicha zona nos encontramos en la acera contraria a dos prostitutas. Una de ellas hacía ‘branding’ y de manera muy tangible al tener sus senos al descubierto, por lo que intentaba generar ‘viralidad’ entre los conductores que circulaban por la misma rúa.
Al percatarse de que veníamos con una niña, acto seguido, se cubrió los pechos y se puso de espaldas a nosotros. Me sorprendió y, al mismo tiempo, me encantó ese gesto de respeto y humildad, que evidenciaba que no era por los adultos, sino por nuestra criatura. Como si tal cosa proseguimos nuestra marcha.
Pero ya en casa tenía en mente cenar rápido y pertrecharme con el equipo de fotografía, libreta y grabadora y salir en busca de esa prostituta. Quería saber quién era; por qué estaba en esa situación y a quien debía su vida para llegar a eso.
Al salir por la puerta no se me ocurre otra ocurrencia que decirle a mi compañera: “¡Me voy de putas!”. Ella al verme con el equipo de faena ya se imaginaba perfectamente cuál era mi objetivo y con una sonrisa pícara va y me responde “bueno… cuídate”.
La mujer resultó ser de fuera de la ciudad. Había decidido ejercer tal oficio porque la conservera para la que trabajaba se fue a pique por la crisis  y se quedó sin “guita” para poder mantener a sus dos hijas menores.
“Soy puta, madre maltratada por un alcohólico, sin trabajo ni dinero”, me decía ‘Lupe’, su “nombre de guerra” aunque por aquí desde hace años “a pocos ‘se les dispara’ en cualquier callejón”.
“Vienen con lo justo, veinte miserables euros, y solo les falta pedir el libro de reclamaciones”, remarcaba ‘Lupe’.
Al explicarle que mi interés en dar con ella fue por el gesto de respeto hacia mi hija, la respuesta de ‘Lupe’ fue “qué menos, tengo dos niñas y nunca me gustaría que ellas me viesen ni supiesen que ejerzo de puta”.
“Aquí la gente es más puta que yo. Y más cínica. Basta que se enteren a qué te dedicas de noche para que seas una mierda”, a lo que yo le repliqué que eso no era cierto porque “evidencias que tienes educación y que vales un montón como persona”.
“Sí José, pero cuando estás en este sitio a esta hora intentando ganarte los cuartos, muy pocos entienden que somos personas. Y mucho menos se preocupan por charlar con nosotras e interesarse por nuestra vida y por quienes somos. Porque no somos nadie”, concluyó ‘Lupe’. 
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viernes, 10 de abril de 2015

Itaca

Estación de Vigo-Guixar.
Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.
Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas. (Konstantínos Pétrou Kaváfis).