Dos monedas de cincuenta pesetas, datadas en 1975. |
La primera vez que viste a Elpidio Urea (nombre ficticio) fue en
una visita que hizo a tu casa en calidad de consorte de una amiga de tu mujer. Urea,
delineante como única titulación que poseía, destacaba por sus extraordinarios
modales basados en un tono de voz bajo; sin aspavientos a la hora de
expresarse; educado en las formas y bien arreglado. En apariencia un tipo que a
primera vista se dejaba querer, como
diría de forma ingenua quién en realidad no lo conociese.
Urea te comentó que
tenía una empresa de obras y reformas; negocio que aseguraba irle muy bien, según
te explicó, a tenor del volumen de obras que cerraba para su ejecución. En aquellas
fechas coincidió que estabas en un impasse y te ofreció que trabajases con él;
opción que rechazaste al confesarte, minutos después, la estampación de su
firma en planos como si fuese un arquitecto técnico más, no siendo de su competencia
tremenda responsabilidad.
Días después volvió a insistirte
en su propuesta para que formases parte de la empresa que había fundado con
otro socio. Él sabía que tu profesión era el periodismo, desarrollo laboral que
giraba, entre distintas tareas, en torno a relacionarte con mucha gente;
conseguir buena información, contrastarla y saber redactar. Cualidades, a su
juicio, ideales para ejercer la profesión de comercial.
Una vez más lo
desestimaste, porque si hay algo que nunca te ha gustado del sector al que este
individuo pertenece es la informalidad en los plazos establecidos para
finalizar las obras, entre otros detalles importantes.
Urea, sin embargo, se
enfrascó en perseverar hasta no quedarte otra opción que aceptar arrastrado por
la presión sin sentido de tu pareja, a quien nunca le importó que abandonases
tu profesión vocacional. Craso error. Nunca se debe abandonar la actividad para
la que uno está capacitado si lo nuevo que se va a ejercer te genera
insatisfacción, frustración y angustia.
El susodicho te encargó
la dirección comercial y, al mismo tiempo -faltaría más-, acciones relacionadas
con tu experiencia profesional. Es decir, desempeñar dos puestos por un mismo
sueldo ridículo. Así, te tocó crear y redactar el Código Ético de la empresa –que
colgarías en la web de la entidad y de lo que terminarías arrepintiéndote
transcurrido un tiempo-, y tomaste contacto con todos los administradores de
fincas de la ciudad.
A partir de ese momento
fijaste tus condiciones para el desempeño de tu actividad: No trabajarías con
administradores que exigiesen el cinco por ciento de comisión a cambio de darte
obras “a dedo”; ni tampoco con
presidentes de comunidades de vecinos cuya derrama económica estuviese sufragada
por la empresa de obras a la que representabas, a cambio de que votasen de
manera favorable por los presupuestos que les exponías en detrimento de otros
más económicos llegados de la competencia.
Frente a esto te negaste
en rotundo porque eso significaba claramente un robo, y tú nunca estuviste, ni
estarás, ni deseas que se te espere para estas historias.
A Urea le dejaste bien
patente tu negativa a ofrecer comisiones ilegales, lo que originó la
presentación de tus presupuestos de reformas a poco más de quince
administradores -del centenar existente
en la urbe- motivado porque estos no pedían comisión o “rápel”, como alguno
camuflaba en su lenguaje de forma estúpida. De forma paralela a esta
circunstancia se unía otro hecho todavía más humillante: horario de cuarenta
horas semanales para cobrar la mitad de un mileurista en calidad de autónomo,
que ellos te pagaban como si te perdonasen la vida. Una nueva forma de esclavitud intelectual
adaptada a los tiempos actuales.
Urea aceptó tus
reticencias y no de buena gana, pero tú seguías desconfiando de su moralidad y,
mucho más, de los méritos que impregnaban su personalidad, de la cual, poco
tiempo después confirmaste su carencia.
Un viernes por la noche,
con la intención de generar un acercamiento entre colegas, te invitó a ir de
copas por la ciudad y fue cuando su comportamiento te sacó de dudas. Al cabo de
un par de cervezas corroboraste estar ante un patán. Urea era el típico
individuo que en el momento de pagar se sacaba del bolsillo un fajo de billetes
enrollados. Sus temas de conversación no podían ser peores. No hacía más que
hablar de sus conquistas sexuales, hasta el extremo de confesarte que su técnica
para atraer a las jóvenes –como si de una gran estrategia se tratase- se basaba
en desarrollar un comportamiento de chaval tímido, educado y modosito. La noche
se te hizo eterna al no acabar ahí tus observaciones…
El comentario más repugnante
de este personaje sobrevino al jactarse de una acción que te confesó haber
realizado justo una semana antes de casarse con quien años después sería la
madre de sus tres hijos. El reseñado se acostaba con un ligue existente en el sur
de la Península, a donde viajaba para verla aprovechando la
excusa de sus viajes de trabajo si, en realidad, ese era el motivo de sus
escapadas; argumentos que también ponías en duda.
El alma se te vino al suelo.
Además de trabajar para un patán y presunto ladrón, este individuo era un verdadero sinvergüenza con
su propia familia a la que admirabas.
Transcurridos unos meses,
tal energúmeno, cual demonio silencioso, te hizo un contrato indefinido pasando
tu situación de autónomo a trabajador por cuenta ajena; circunstancias en
apariencia mejores pero igual de miserables al fijarte tu sueldo casi en el mismo
nivel salarial, y siempre recordándole durante la primera quincena del mes
entrante que no te habían pagado el mes anterior, obviando de forma descarada tus
responsabilidades familiares ante una hija pequeña.
La sorpresa, no obstante, te llegaría al día siguiente de
rubricar el contrato indefinido. Urea te instó a que ofrecieses comisiones
ilegales a los administradores de fincas -que al inicio habías filtrado y descartado-
así como a los presidentes de las comunidades de vecinos “si llegado el caso
fuese necesario”, según te dijo, o sea, siempre. Esas eran las nuevas condiciones,
las cuales, con anterioridad a cambiar tu situación contractual en la empresa,
no te había dicho. Tu respuesta volvió a ser tajante al expresarle que ni
hablar del tema porque hasta aquí llegabas.
Motivado por el enfado
que tenías, este adalid de los modales extraordinarios en público te ofreció
que cogieses la jornada libre para que “reflexionases”, pero aquel día solo
conseguiste pasar una noche de perros al
no conciliar el sueño.
A la mañana siguiente,
Urea te preguntó -como siempre en un tono suave y cortés- si ya habías asumido la
nueva situación y tu contestación fue categórica: “O me despides o me voy, porque me niego a robar a nadie para que me
den una obra a dedo”.
A la media hora de esa
conversación estabas despedido y con los papeles preparados para inscribirte en
la Oficina de Empleo. Otro lugar en donde, una funcionaria del área de
Formación, suele tomar a algunos por presuntos estafadores al no creerse que uno
es capaz de renunciar a un trabajo por negarse a robar, pensando que lo que
desea es cobrar el subsidio de desempleo, mientras nadie parece entender que tú
llegada a esa ciudad no fue para convertirte en un delincuente.
Quizá aquí es en donde
resida el origen de la corrupción en la sociedad que te ha tocado vivir. En
lobos con piel de cordero, muy educados ellos, con un tono de voz sereno,
templado, exageradamente caballerosos en las formas pero auténticos depredadores morales que no les importa presupuestar
en un edificio, en donde muchos vecinos,
con diferencias salariales evidentes, difícilmente pueden llegar a fin
de mes. A este tipo de empresarios lo único que les importa es robar a toda
costa bajo el mantra de que si ellos no lo hacen, otras empresas lo harán, con
el convencimiento y la premisa que todos roban y ellos no van a ser menos.
Casi sin darte cuenta
viajaste a la memoria de los recuerdos
de tu infancia. El origen de tu comportamiento lo tienes bien aprendido desde
niño. Esa época que nunca deseas rememorar. Cuando contabas con ocho años, una
tarde le quitaste a tu padre de su cartera dos monedas de cincuenta pesetas. La
acción que inicialmente podría interpretarse como una travesura ingenua acabó
siendo una lección que te marcó para el resto de tu existencia. Y vaya si te
afectó…
Tu progenitor siempre
tuvo claro no tolerarte la primera falta grave porque sabía que, si te permitía la segunda, en el
futuro acabarías siendo víctima de ese tipo de acciones. Así, se presentó en el
colegio acompañado de tu madre para sacarte de clase con el propósito de que
confesaras tu acción. No recuerdas haber pasado tanta vergüenza y miedo como en
aquella tarde que empezaron a forjarse tus valores para el resto de tu vida, tanto,
como para irte voluntario al paro en plena crisis, antes que robar. ©
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