jueves, 20 de diciembre de 2018

El vuelo de las cenizas

Servando Hernández en la desaparecida cafetería 'Kanguro'.
En una época de tu vida tuviste un padrino, que no un padre; un gran consejero más que un amigo; un protector más que un ángel custodio; una persona muy sincera antes que un simple pariente.
Servando Hernández Rodríguez era tu padrino o tú eras su ahijado, según cómo se entendiese esta relación. Lo conociste gracias a los enmarañados lazos parentales que cualquier clan familiar externo mantiene en la distancia geográfica, como si de una etnia hindú se tratase, en donde basta preguntar por alguien y, en cuestión de días, te lo localizan en cualquier lugar del planeta.
Natural de Güímar, Tenerife, estaba casado con Lolita Martínez Rossi, nacida en San Miguel de La Palma, la “Isla bonita”, calificativo al que ambos hicieron honor debido a sus destacados caracteres humildes y por su ayuda desinteresada a quienes los trataron y tuvieron el placer de conocerlos.
Tu padrino fue uno de los primeros presidentes de la Agrupación Fotográfica de Gran Canaria (AFGC), cuando esta institución tenía su sede en una casa señorial situada en la calle Obispo Codina, inmueble que antaño fue la residencia de José Mesa y López, presidente del Cabildo de la Isla y dos veces alcalde capitalino antes de la guerra civil española. Una hermosa casa señorial situada a la entrada del Barrio de Vegueta, a pocos metros del Puente de Piedra que cruzaba el Guiniguada en dirección a la Catedral de Santa Ana, en la capital grancanaria.
La vinculación de Servando con la conocida institución te sirvió de aliciente y contribuyó de forma decisiva en tu inmersión en el mundo de la fotografía, aunque siempre tutelado por él con el claro objetivo de que no te estrellases por mor de tu adolescente ingenuidad y tu espíritu de aventurero novato.
Fruto de este proteccionismo, nunca olvidarás la primera bronca que te echó cuando, con catorce años, te enfundaste la gabardina gris de tu padre y burlaste el cordón policial establecido frente al colegio Teresiano, en el barrio de Ciudad Jardín, para sacar fotos con una cámara automática (una Kodak Ektra 22 –EF con flash incorporado), haciéndote pasar un fotógrafo de prensa perteneciente a un medio de comunicación ya inexistente por aquellos tiempos.
Cámara Kodak Ektra 22-EF
A los pocos minutos de sacar tus instantáneas a un vehículo volcado con las ruedas hacia arriba que obstaculizaba el tráfico en la calle Pío XII, te dirigiste a la casa de tu padrino, situada en el otro extremo de la ciudad, con el propósito de pedirle que te revelara el carrete con la pretensión de enviar las fotos a los periódicos. Y aquí empezó uno de los episodios que marcarían tu futuro profesional, y de qué manera…
Servando ya sabía lo que habías hecho al avisarle por teléfono sobre el motivo por el que te acercabas a su domicilio, circunstancias y tiempo que le sirvieron para preparar una escena que aún te resulta imborrable y con la que no logró persuadirte de la profesión a la que deseabas dedicarte.
Tere, su hija mayor -a quien siempre profesaste una verdadera adoración, propia de una hermana mayor- fue quien te recibió y, para tu sorpresa y con la sana intención de evitarte un impacto inminente, en voz baja te advirtió: “Prepárate…”.
Con un semblante serio, propio de quien recibe la noticia del fallecimiento de un allegado, Servando te esperaba sentado en el sillón del salón, situado en el extremo izquierdo delante de la librería, con una rodilla apoyada sobre la otra y los codos descansados en los reposabrazos. La televisión estaba apagada, la lámpara de la sala encendida, al contrario que la del vestíbulo, en donde, por el aviso susurrante de Tere y la propia penumbra de la antesala, se convirtió en un túnel cuyo final era la figura de tu padrino con la mirada clavada en todo sujeto que entrase en la estancia en donde te esperaba. De súbito y, sin dejarte mediar algún saludo, te espetó a voz en grito:
-¡¿Estás loooco?!
Sus primeras palabras te hicieron salivar de inmediato unida a una descarga escalofriante por todo tu cuerpo, al tiempo que tu lenguaje corporal -moviéndote casi de lado, buscando la mirada compasiva de Tere-, advertía la vergüenza que comenzabas a sufrir por la reprimenda que no había hecho más que empezar.
El enfado de Servando fue monumental y así lo viviste a tu edad por saltarte a la torera todas las normas: menor de edad; suplantación profesional; engaño; violación del espacio delimitado por la Policía… Lo tenías todo para acabar detenido y, de camino, también fulminar a tu madre de un infarto por el disgusto que podías haberle originado, pero tuviste suerte. Suerte relativa porque de la casa de tu padrino saliste más que trasquilado por el cirio que te había montado aquella noche.
Cartel de la película 'Los gritos del silencio'
Para remate de todo lo acontecido, días después fuiste al cine con un amigo de la escuela a ver ‘The killing fields’; un filme basado en las experiencias en Camboya de dos periodistas y un reportero gráfico durante el régimen de los Jemeres Rojos. Una película que te impactó de tal manera que, pese a la bronca de Servando, remarcó aún más tu decisión de dedicarte a la fotografía de prensa.
Cinco años después y, gracias a tu madre, a tus manos llegaba por recomendación de tu padrino una Nikon FM2. Cuerpo de la cámara igual al que él utilizaba para todos sus trabajos fotográficos y posteriores exposiciones que realizó durante el resto de su vida. Para ti, una joya de la ingeniería de la fotografía analógica.

Humor socarrón

Al igual que muchos isleños, Servando emigró junto a su mujer a Venezuela, la ‘octava Isla’ para los canarios. Allí nacieron sus hijos Tere y Javier. Entre las distintas dedicaciones profesionales de las que le recuerdas hablar, además de una publicación que llevaron a cabo, hubo una anécdota que siempre te resultó extraordinaria.
Tu padrino destacaba por un gran sentido del humor socarrón unido a una extraordinaria experiencia profesional. En un encuentro con empresarios del sector de la industria petrolífera en Caracas, en el momento de las presentaciones le tocó estrechar la mano a uno de los empresarios más conocidos del planeta, John Davison Rockefeller, Jr, y en ese preciso segundo, Servando de inmediato pensó que estaba siendo objeto de una broma por parte de sus compañeros, por lo que decidió seguir la corriente como si nada sucediese.
Minutos después y llegado el cóctel no se le ocurrió otra cosa que acercarse a ese señor que le habían presentado como Rockefeller -con la intención de desenmascarar la broma de la que creía que había sido objeto- y dándole un leve toque en el hombro con la palma de la mano le dijo:
-¿Quéee? ¡Con que John Rockefeller eh…!
Y efectivamente. Frente a sus ojos se encontraba el único descendiente del conocido magnate norteamericano del petróleo, míster Rockefeller. Servando sostenía que, de no ser por los amigos allí presentes, quienes se vieron obligados a sujetarlo por los brazos por temor a que cayese al suelo desplomado de la impresión, difícilmente hubiese salido airoso de esa situación debido a la impertinencia de su ingenuo comentario, lo que también generó que estuviera ruborizado y disculpándose ante tan destacado personaje durante aquella noche.
Aun con todo lo que tenía de socarrón y buen humor, de igual manera también lo tuvo contigo de exigente. Durante las largas tardes en el laboratorio de la AFGC, no te pasaba ni media ante cualquier fotografía con un ápice de error en el tiempo de exposición en la ampliadora; en el positivado de la imagen, o en la elección del papel para el mismo fin e, incluso, llegado el caso, en las cantidades de los químicos para el revelado previo del negativo. No te toleraba ni la más mínima imperfección…
En la fotografía en blanco y negro con él lo aprendiste todo. Tan valiosa fue su enseñanza que, antes de vender una foto, la imagen pasaba por sus manos para que te diese el visto bueno y calibrar el cobro por la misma. Gestos de este valor evitaron que te estrellases en este mundo tan competitivo, toda vez que te recalcaba con frecuencia una de sus máximas:
“La fotografía es tan frustrante que cuando obtienes una imagen que sabes que está perfecta, la felicidad es tan inmensa que luego no deseas venderla”, y apostillaba, “pero si no vendes, nadie conoce tu trabajo y no vives”.
Otra de las grandes satisfacciones como pupilo de tu padrino fue el lujo de conocer a otros grandes de la fotografía en Canarias durante la época que Servando e Ildefonso Bello Doreste consiguieron, con mucho esfuerzo y dedicación, el respeto por la Agrupación Fotográfica de Gran Canaria por parte de todas las instituciones y administraciones públicas del Archipiélago.
Andrés Solana, fallecido en San Miguel de La Palma mientras realizaba un extraordinario trabajo fotográfico por encargo del Gobierno de Canarias; Juan Vega Berdayes; Manolo Montero; Paco Socorro; Augusto Borges; Manuel García Núñez; Mariano Guillén; Felipe Molina; Pepe Dévora; Tato Gonçalves y el ya citado e inseparable compañero de Servando en las tareas de promoción y difusión de la fotografía y también presidente de la (AFGC), Ildefonso Bello, fueron algunos de tus compañeros y profesores en los distintos cursos que realizaste en dicha institución, y con los que adquiriste una sólida base en fotografía gracias a tu relación con todos ellos.
Pero si AFGC fue la escuela para las prácticas fotográficas, la cafetería Kanguro, ubicada en la calle Travieso, en la capital grancanaria, fue otro importante lugar de encuentro con tu padrino -al que él denominaba “la oficina”- por ser aquí donde también se encontraba con sus amistades y aprovechaba para leer la prensa local, al ya estar jubilado. Jubilado pero no retirado porque  nunca dejó de presentar nuevas creaciones fotográficas y realizar proyecciones.
En ese café fue en donde le sacaste tus primeras fotos en blanco y negro, destacando una instantánea que siempre le gustó comparar -frente a tu sonrojo y contraria opinión- con el cine de Orson Welles por la utilización de las sombras  provocadas con el primer flash de antorcha que te regaló.
Otra de las valiosas enseñanzas que te aportó la relación con tu padrino, reflejo de su vivencia de emigrante canario en Venezuela, fue la riqueza de su léxico como, por ejemplo, uno de los piropos más bonitos que le escuchaste decir a todas las novias que le presentabas: “guayabo”.
Un halago que siempre te cautivó, aunque cuidado cuando se enfadaba con alguien por alguna acción, a su juicio “peregrina”, porque el calificativo que el personaje en cuestión recibiría sería “macaco”.
“Ojo, vista y al toro” era la cita trastocada del aviador Joaquín García-Morato* con la que Servando cerraba su ronda de consejos en función de los problemas que le consultabas cada vez que os encontrabais.
Sin embargo, el léxico como la vida es impermanente, y llegó el día que tocó despedirte de tu padrino y su familia al tomar la decisión de cambiar el refugio de tu Isla por un lugar en donde llueve con mucha frecuencia, hace frío y todo está verde. En tu nueva y muy alejada región de residencia pasaron los años pero esto no fue óbice para no perder el contacto telefónico con Servando y Lolita, con quienes hablabas todas las semanas. La última vez que los llegarías a ver sería a raíz del fallecimiento de tu madre sin tan siquiera presagiar el triste final que a ellos les esperaba pocos años después.
Su hija Tere, secretaria de varios presidentes del Gobierno autónomo de Canarias, falleció de forma repentina a causa de una enfermedad. Servando -que ya había dejado la presidencia de la AFGC para formar parte del grupo de fundadores del colectivo fotográfico ‘San Borondón’, la última agrupación de fotógrafos a la que perteneció- abandonó su cuerpo en la Clínica Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en agosto de 2012. Incomprensiblemente sus cenizas no fueron recogidas por su hijo Javier, al rechazarlas por escrito.
Lolita sería ingresada poco tiempo después en una residencia de ancianos en el municipio de Arucas. Se sabe que enloqueció y cuando algo necesitaba la única manera de pedirlo era cantando. Falleció en diciembre de 2017, sus cenizas tampoco fueron recogidas por su hijo, quien acabó quitándose la vida con demasiada premura ocho meses después.
Este extraño e incomprensible comportamiento de Javier respecto a sus padres, sumado al impacto que para ti significó  la desaparición de esta familia en tan corto espacio de tiempo,  motivó que no te quedases impasible y sin hacer nada respecto a quienes realmente siempre se comportaron contigo como una familia.
Te resultó impensable e inaceptable que quienes habían significado familiarmente casi todo para ti en Canarias no tuviesen un reconocimiento y un entierro tan digno como se merecían, y fue la actitud de Javier lo que te llevó a investigar el paradero de las cenizas de su madre.
A raíz de las gestiones que llevaste a cabo, desde la Península, con la gerente de uno de los tanatorios de la capital grancanaria, finalmente las localizaste. Las reliquias de Lolita seguían bajo custodia en el centro mortuorio, dentro del período establecido de un año, pese a la negativa por escrito de recogerlas por parte de su descendiente. Según ese protocolo, al cabo de doce meses las cenizas serían vertidas en una fosa común en el cementerio capitalino de San Lázaro.
En una ocasión una gran amiga forense, Luisa Victoria García Cohen, te definió como “una persona con una curiosidad insaciable” y quizás esta fuese la razón que te llevó a resolver otro enigma. Un mes después, también desde la Península -y para tu sorpresa y la de todos los familiares de Servando y Lolita-, diste con las cenizas de tu padrino cuando se habían cumplido seis años de su fallecimiento. 
No te lo podías ni creer... porque tan asombroso fue este último hallazgo que hasta tu hija Candela llegó a decir en casa: "¡Flipo... Papá es capaz de encontrar a alguien, no solo muerto hace seis años sino también incinerado!".
De inmediato lo comunicaste a los familiares directos de Servando y sus restos, al igual que los de Lolita, volaron desde Gran Canaria a San Miguel de La Palma para ser enterrados juntos en el cementerio de El Paso. Hoy, cuando has decidido hacer pública esta historia se cumple una semana del enterramiento de sus cenizas. © Copyright 2018
*(La cita correcta de Joaquín García-Morato -militar y aviador que participó en la guerra civil en el bando sublevado- es “vista, suerte y al toro”).

jueves, 24 de mayo de 2018

El valor de dos monedas de cincuenta pesetas

Dos monedas de cincuenta pesetas, datadas en 1975. 
Detrás de la cruz está el diablo y en alguna ocasión de tu existencia puede tocar a tu puerta. Y aquel día tocó.

La  primera vez que viste a Elpidio Urea (nombre ficticio) fue en una visita que hizo a tu casa en calidad de consorte de una amiga de tu mujer. Urea, delineante como única titulación que poseía, destacaba por sus extraordinarios modales basados en un tono de voz bajo; sin aspavientos a la hora de expresarse; educado en las formas y bien arreglado. En apariencia un tipo que a primera vista se dejaba querer,  como diría de forma ingenua quién en realidad no lo conociese.
Urea te comentó que tenía una empresa de obras y reformas; negocio que aseguraba irle muy bien, según te explicó, a tenor del volumen de obras que cerraba para su ejecución. En aquellas fechas coincidió que estabas en un impasse y te ofreció que trabajases con él; opción que rechazaste al confesarte, minutos después, la estampación de su firma en planos como si fuese un arquitecto técnico más, no siendo de su competencia tremenda responsabilidad.
Días después volvió a insistirte en su propuesta para que formases parte de la empresa que había fundado con otro socio. Él sabía que tu profesión era el periodismo, desarrollo laboral que giraba, entre distintas tareas, en torno a relacionarte con mucha gente; conseguir buena información, contrastarla y saber redactar. Cualidades, a su juicio, ideales para ejercer la profesión de comercial.
Una vez más lo desestimaste, porque si hay algo que nunca te ha gustado del sector al que este individuo pertenece es la informalidad en los plazos establecidos para finalizar las obras, entre otros detalles importantes.
Urea, sin embargo, se enfrascó en perseverar hasta no quedarte otra opción que aceptar arrastrado por la presión sin sentido de tu pareja, a quien nunca le importó que abandonases tu profesión vocacional. Craso error. Nunca se debe abandonar la actividad para la que uno está capacitado si lo nuevo que se va a ejercer te genera insatisfacción, frustración y angustia.
El susodicho te encargó la dirección comercial y, al mismo tiempo -faltaría más-, acciones relacionadas con tu experiencia profesional. Es decir, desempeñar dos puestos por un mismo sueldo ridículo. Así, te tocó crear y redactar el Código Ético de la empresa –que colgarías en la web de la entidad y de lo que terminarías arrepintiéndote transcurrido un tiempo-, y tomaste contacto con todos los administradores de fincas de la ciudad.
A partir de ese momento fijaste tus condiciones para el desempeño de tu actividad: No trabajarías con administradores que exigiesen el cinco por ciento de comisión a cambio de darte obras “a dedo”; ni  tampoco con presidentes de comunidades de vecinos cuya derrama económica estuviese sufragada por la empresa de obras a la que representabas, a cambio de que votasen de manera favorable por los presupuestos que les exponías en detrimento de otros más económicos llegados de la competencia.
Frente a esto te negaste en rotundo porque eso significaba claramente un robo, y tú nunca estuviste, ni estarás, ni deseas que se te espere para estas historias.
A Urea le dejaste bien patente tu negativa a ofrecer comisiones ilegales, lo que originó la presentación de tus presupuestos de reformas a poco más de quince administradores -del centenar  existente en la urbe- motivado porque estos no pedían comisión o “rápel”, como alguno camuflaba en su lenguaje de forma estúpida. De forma paralela a esta circunstancia se unía otro hecho todavía más humillante: horario de cuarenta horas semanales para cobrar la mitad de un mileurista en calidad de autónomo, que ellos te pagaban como si te perdonasen  la vida. Una nueva forma de esclavitud intelectual adaptada a los tiempos actuales.
Urea aceptó tus reticencias y no de buena gana, pero tú seguías desconfiando de su moralidad y, mucho más, de los méritos que impregnaban su personalidad, de la cual, poco tiempo después confirmaste su carencia.
Un viernes por la noche, con la intención de generar un acercamiento entre colegas, te invitó a ir de copas por la ciudad y fue cuando su comportamiento te sacó de dudas. Al cabo de un par de cervezas corroboraste estar ante un patán. Urea era el típico individuo que en el momento de pagar se sacaba del bolsillo un fajo de billetes enrollados. Sus temas de conversación no podían ser peores. No hacía más que hablar de sus conquistas sexuales, hasta el extremo de confesarte que su técnica para atraer a las jóvenes –como si de una gran estrategia se tratase- se basaba en desarrollar un comportamiento de chaval tímido, educado y modosito. La noche se te hizo eterna al no acabar ahí tus observaciones…
El comentario más repugnante de este personaje sobrevino al jactarse de una acción que te confesó haber realizado justo una semana antes de casarse con quien años después sería la madre de sus tres hijos. El reseñado se acostaba con un ligue existente en el sur de la Península, a donde viajaba para verla aprovechando la excusa de sus viajes de trabajo si, en realidad, ese era el motivo de sus escapadas; argumentos que también ponías en duda.
El alma se te vino al suelo. Además de trabajar para un patán y presunto ladrón,  este individuo era un verdadero sinvergüenza con su propia familia a la que admirabas.
Transcurridos unos meses, tal energúmeno, cual demonio silencioso, te hizo un contrato indefinido pasando tu situación de autónomo a trabajador por cuenta ajena; circunstancias en apariencia mejores pero igual de miserables al fijarte tu sueldo casi en el mismo nivel salarial, y siempre recordándole durante la primera quincena del mes entrante que no te habían pagado el mes anterior, obviando de forma descarada tus responsabilidades familiares ante una hija pequeña.
La sorpresa,  no obstante, te llegaría al día siguiente de rubricar el contrato indefinido. Urea te instó a que ofrecieses comisiones ilegales a los administradores de fincas -que al inicio habías filtrado y descartado- así como a los presidentes de las comunidades de vecinos “si llegado el caso fuese necesario”, según te dijo, o sea, siempre. Esas eran las nuevas condiciones, las cuales, con anterioridad a cambiar tu situación contractual en la empresa, no te había dicho. Tu respuesta volvió a ser tajante al expresarle que ni hablar del tema porque hasta aquí llegabas.
Motivado por el enfado que tenías, este adalid de los modales extraordinarios en público te ofreció que cogieses la jornada libre para que “reflexionases”, pero aquel día solo conseguiste pasar una noche de perros al  no conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, Urea te preguntó -como siempre en un tono suave y cortés- si ya habías asumido la nueva situación y tu contestación fue categórica: “O me despides o me voy,  porque me niego a robar a nadie para que me den una obra a dedo”.
A la media hora de esa conversación estabas despedido y con los papeles preparados para inscribirte en la Oficina de Empleo. Otro lugar en donde, una funcionaria del área de Formación, suele tomar a algunos por presuntos estafadores al no creerse que uno es capaz de renunciar a un trabajo por negarse a robar, pensando que lo que desea es cobrar el subsidio de desempleo, mientras nadie parece entender que tú llegada a esa ciudad no fue para convertirte en un delincuente.
Quizá aquí es en donde resida el origen de la corrupción en la sociedad que te ha tocado vivir. En lobos con piel de cordero, muy educados ellos, con un tono de voz sereno, templado, exageradamente caballerosos en las formas pero auténticos  depredadores morales que no les importa presupuestar en un edificio, en donde muchos vecinos,  con diferencias salariales evidentes, difícilmente pueden llegar a fin de mes. A este tipo de empresarios lo único que les importa es robar a toda costa bajo el mantra de que si ellos no lo hacen, otras empresas lo harán, con el convencimiento y la premisa que todos roban y ellos no van a ser menos.
Casi sin darte cuenta viajaste a la memoria de los  recuerdos de tu infancia. El origen de tu comportamiento lo tienes bien aprendido desde niño. Esa época que nunca deseas rememorar. Cuando contabas con ocho años, una tarde le quitaste a tu padre de su cartera dos monedas de cincuenta pesetas. La acción que inicialmente podría interpretarse como una travesura ingenua acabó siendo una lección que te marcó para el resto de tu existencia. Y vaya si te afectó…
Tu progenitor siempre tuvo claro no tolerarte la primera falta grave porque  sabía que, si te permitía la segunda, en el futuro acabarías siendo víctima de ese tipo de acciones. Así, se presentó en el colegio acompañado de tu madre para sacarte de clase con el propósito de que confesaras tu acción. No recuerdas haber pasado tanta vergüenza y miedo como en aquella tarde que empezaron a forjarse tus valores para el resto de tu vida, tanto, como para irte voluntario al paro en plena crisis, antes que robar. © Copyright 2018
(Monedas para la realización de la foto: Gentileza de VICUSCOIN).

viernes, 25 de noviembre de 2016

Misericordia

Paseo entre las playas de Mourisca y Das Fontes. Vigo.
misericordia. (Del lat. misericordîa). f. Inclinación a sentir compasión por los que sufren y ofrecerles ayuda.

No llegas a conocer el alma de los amigos, la segunda familia que haces en la vida, hasta el día que deciden revelarte aquella historia extraordinaria que guardan en su memoria de forma secreta y silenciosa. Cuando lo hacen, quizás se deba a que por fin dieron con la persona con la que se encuentran a gusto, circunstancia que no siempre sucede.
Esta fue la impresión que te llevaste al conocer la revelación que tu amiga te hizo aquella noche, mientras contemplabais la ría de Vigo sentados en un banco ubicado en el paseo de madera que conduce desde la playa de Mourisca a la de Das Fontes.
La admiración del extraordinario paisaje nocturno que desde allí se divisa, con el mar batiendo a vuestros pies, y cuya vista alcanza las localidades de Cangas de Morrazo y Moaña, perfectamente delimitadas por puntos luminosos a modo de píxeles, pudo ser la motivación para que tu colega se sincerara y decidiese hacerte partícipe de una experiencia que te dejó estupefacto.
Ella te advirtió que nunca había desvelado esta vivencia a ninguna otra persona porque sabía de antemano que no la entenderían y porque en el ejercicio de su profesión “determinados hechos suponen fuertes impactos emocionales que nunca olvidas porque te marcan para siempre”, según puntualizó.
En la época en la que sucedió el relato, tu amiga trabajaba en el Hospital de Soria y allí fue donde conoció a Luis, con treinta y tres años y desahuciado por contraer el sida como consecuencia de compartir jeringas y pretender meterse en vena lo que fue incapaz de asumir y desafiar de forma frontal. Su existencia desgraciada.
Luis no tuvo estudios pero sí educación y respeto por todo lo que le rodeaba. Ella lo recordaba siempre solo en su habitación. Nadie lo visitaba. No tenía amigos ni familiar alguno que mostrase un mínimo de interés por él. Tampoco recibía llamadas, ni recados, ni mensajes, ni misiva alguna que llegase de fuera de los límites de la región de Castilla León en donde se encontraba, porque eso era otro inconveniente, sobrevivir en un lugar que para él significaba existir en tierra de nadie.
La única vida social la hacía con personas desconocidas enfundadas en batas blancas con las que hablaba de forma puntual, cuando entraban en su habitación durante unos breves minutos para controlarle la medicación o cualquier cuestión relacionada con su decrépito estado de salud. Una situación sin  reversión alguna, sin piedad ni perdón, ante la que solo te queda esperar a pesar de que te resistas a admitirla.
En esas condiciones, por muy joven que seas, la llegada de la muerte se atisba de una forma lenta pero inminente. Es el instante final del abandono de nuestro cuerpo, que nos resulta inimaginable e inenarrable porque nadie ha vuelto para contarlo.
Las pocas perspectivas que ofrecían dicha situación fueron las que motivaron que tu amiga estuviese más pendiente de Luis y, al mismo tiempo, mantuviese una discreta y profesional distancia emocional con él. Ella sabía que este joven enfermo tenía las semanas contadas. La supervisora de planta también se lo había advertido, al igual que al resto de sus compañeras sanitarias, pero para tu colega esto no era óbice para no acompañar a quien lo necesitaba, simplemente por hacerle compañía y ayudarle a sobrellevar sus últimas semanas de existencia.
Así, ella le dedicó todo el tiempo libre del que dispuso durante casi tres meses visitándolo después de finalizar su trabajo diario. De igual forma estuvo a su lado durante los fines de semana y todas las tardes de las que dispuso libre de compromisos y recados para brindarle su compañía, su mirada y escuchar lo que Luis le quisiera contar.
Esta actitud no es de extrañar, porque tu amiga entiende que el ejercicio de la profesión de enfermería no se ciñe de forma exclusiva a suministrar medicación y hacer curas. “A veces recibir una sonrisa o una palabra amable puede ser tan importante como las medicinas”, sostenía en un tono de voz de sincera humildad.
“Cuando una persona enferma terminal está en un hospital”-continuaba-, “es muy vulnerable, y casos como el de Luis no solo consisten en cuidarlos, sino en tratarlos con amabilidad, con cariño y, sobre todo, escucharlos”.
En aplicación de este principio, la percepción que tuvo de ese chico era la necesidad de contar con alguien que le prestase atención y con quien no sentirse juzgado ni censurado. Durante sus largas visitas, Luis le desveló que había perdido a su mujer y a su hija pequeña en un accidente de tráfico. A raíz de ese terrible suceso, el camino por el que optó fue la delincuencia para obtener sus dosis diarias para sobrevivir a los fantasmas que le acompañaron como el aire que respiraba.
Luis sostuvo que tal mortificación le llevó a convertirse en un auténtico forajido cuya actividad principal fue asaltar bancos para terminar con sus huesos maltrechos en una dura y fría cama de una penitenciaria cualquiera de la Península. A partir de este punto de inflexión, si a comienzos de la década de los 90 enfermabas de sida, ya te podías hacer una idea de cuál sería el coste del peaje de tu trashumancia por el resto de la vida.
De esta manera, una tarde tras otra y un fin de semana tras otro fueron las que tu colega enfermera estuvo escuchándolo, a la vez que constataba cómo mejoraba emocionalmente y evidenciaba una profunda sensación de paz.
Para tu camarada esta forma de actuar “es una de las maneras de aliviar a una persona”, al tiempo que hacía hincapié -ante el hecho descrito- en “la necesidad de calmar su sufrimiento ya que los secretos no dejan de ser losas que guardamos en nuestra memoria hasta el momento que decidimos expresarlos en voz alta, y es cuando nos liberan”.
“No se trata de lamentarse por el tiempo que se podía haber aprovechado, sino por expresar los sentimientos que hemos sido incapaces de mostrar a aquellas personas por las que sentimos un profundo amor y una gran ternura”, destacaba tu amiga con total certeza.
Conocer estos gestos y la verdadera compasión de tu amiga con ese chico. La capacidad de dedicación y generosidad con un enfermo desconocido, más allá de la labor profesional que desempeñaba, y la manera de plasmarte cómo entiende y asume su profesión, haciéndote partícipe de su sentir y con una ausencia de retórica en sus palabras, te sonó a un testamento espiritual por su parte.
Percibir este cúmulo de detalles de esta amiga fue lo que casi te revienta el alma en ese instante, al comprender que a tu lado tenías sentada a quien podrías considerar una verdadera protectora.
Las largas conversaciones entre Luis y tu compañera también le ayudaron a aceptar los derroteros de las decisiones que tomó en su vida. Equivocaciones ante las que mostró su reconocimiento de forma tranquila y callada, porque sus  frases siempre concluían con un largo silencio y con la mirada cabizbaja.
Sin embargo, la manera de proceder de tu amiga también llevó a Luis al lógico y equivocado pensamiento basado en que ella podría tener otra intención. El propósito que él anhelaba antes de abandonar su cuerpo fue que alguien le quisiera y le mostrará cariño más allá de una amistad. Necesidad que también podía interpretarse como un guiño a su último intento por aferrarse a la vida.
El instinto de supervivencia conducía a Luis al deseo de retomar una nueva vida, pero ya era demasiado tarde y aunque no hubiese sido tarde, ella tuvo muy claro en donde estaba la distancia que nunca traspasó.
A pesar de todo, a Luis de poco le sirvió ese atisbo de ilusión al anunciarle uno de los médicos que en breve sería trasladado a una residencia para personas abandonadas y enfermos de sida ubicada en Madrid.
Si bien esta noticia la asumió como una novedad que rompía la rutina de su estancia hospitalaria, no fue hasta el momento de organizar su pequeño equipaje encima de la cama, cuando se percató de que su traslado forzoso a la residencia madrileña significaba quedarse solo una vez más.
La soledad y el abandono eran el reflejo de la última y la única losa de la que no podía desprenderse, mucho mayor que la propia muerte anestesiada bajo sedantes.
La mañana de su partida ella había llegado minutos antes a su habitación para despedirse pero Luis ni la miró y se limitó a responderle con monosílabos. La angustia de pensar que se volvía a enfrentar al desamparo generó en él un comportamiento distante ante quien había sido su única acompañante, su amiga enfermera, su última amiga, porque sabía que al abandonar ese hospital ya no tendría a nadie más que mostrase interés por él y por su aciaga situación.
Luis no quería ni hablar y en un momento en el que ella se ausentó al ser reclamada en su labor, él abandonó de inmediato la habitación, sin tan siquiera despedirse, para entrar en la ambulancia. Era su forma de mostrar su enfado y frustración por verse obligado a abandonar el Hospital de Soria, por verse forzado a dejar de verla.
La cama de un hospital cualquiera.
El comportamiento de Luis originó una profunda tristeza en tu colega, a quien también le tocó sobreponerse a la amargura de ese chico durante todas las semanas que le dedicó, a tenor de los relatos de las vivencias que iba conociendo de él.
Pero no fue hasta a la semana siguiente cuando se produjo un hecho que cambió el sentir y el desconsuelo de tu compañera. En la planta del hospital donde trabajaba alguien pronunció su nombre en voz alta para entregarle una carta que había llegado para ella.
La misiva era de Luis y en un folio lleno de faltas de ortografía y algunos tachones le mostraba su más sincera disculpa por su comportamiento cuando abandonó el centro hospitalario. A la vez le agradecía, con un hondo sentir en su dificultosa caligrafía, la dedicación de su tiempo extraordinario dejando entrever su último gesto de ternura y cariño con esa enfermera que no hizo más que estar a su lado sencillamente para acompañarlo y escucharlo.
Siempre has pensado que en algún momento de nuestra existencia es probable que a nuestro protector, ángel custodio, o como desees nombrarlo, le toque despedirse de nosotros porque ya hizo todo lo que podía hacer para que siguiésemos adelante. Quizás tu amiga pudo ser la personificación de ese misterioso y sigiloso acompañante de nuestra vida –que tú siempre imaginas como una mujer- al presentarse ante ese joven enfermo en el momento que más lo necesitaba.
Y  eso fue lo que hizo esta joven enfermera, acercarse a Luis para ayudarle a despedirse de su existencia, de la misma forma que su compasión y amor altruista se juntaron para apoyarle en su marcha de este mundo.
Fiel a su educación y a sus valores, ella contestó a Luis de inmediato mostrándole su cariño y agradecimiento por la consideración de sus palabras. Él ya no respondió a la misiva de tu amiga. © Copyright 2016


jueves, 6 de octubre de 2016

Flore de Maillard, un regalo para el alma

Iglesia del Monasterio de Sobrado dos Monxes.
Verano. Una estación que nunca soportas. No aguantas el calor pese a haber nacido donde naciste. Por esta razón, en este período del año, cada vez que te diriges a cualquier lugar, aunque estés de turismo, el camino se te hace más largo de lo habitual y profundamente soporífero. Pero en esta ocasión fue diferente. Gracias a la paciencia para sobrellevar el bochorno de aquel día, tuviste la suerte de vivir una experiencia difícil de olvidar.
Aquella tarde de agosto te dirigiste con tu coche a uno de los cenobios más antiguos existentes en Galicia, el Monasterio cisterciense de Santa María de Sobrado, o Sobrado dos Monxes, como más te gusta llamarlo y también como se le conoce de forma popular.
A esas horas, pese a lo avanzado de la tarde, aún hacía un calor infernal y por no bajarte antes de tiempo optaste por atravesar el primer pórtico con el vehículo, cuyo interior parecía una nevera, debido a la manía que tienes de regular el aire acondicionado por debajo de los dieciocho grados de temperatura. Al momento te arrepentiste al darte cuenta que existen lugares en los que uno nunca debe adentrarse con el coche pese a que esa licencia esté permitida.
El acceso al recinto monacal lo precede un estrecho túnel en granito, que da nombre a la antigua Casa de las Audiencias del monasterio, la Casa del Arco. Edificación cuya entrada significa la frontera entre la vida mundana -la plaza del pueblo de Sobrado flanqueada por un par de cafeterías con terrazas y niños jugando por las inmediaciones-, y el recogimiento propio y silencioso en el que, de inmediato, te encuentras inmerso una vez que traspasas la galería que conduce a los terrenos del monasterio.
Una vez en su interior aparcaste debajo de unos robles -con la idea premeditada de buscar sombra a toda costa en cuanto te bajases del vehículo- para, acto seguido, caminar por la explanada de hierba seca hasta llegar a la Portería, situada a pocos metros en el edificio anexo a la derecha de la fachada principal de la iglesia.
Vista parcial del claustro de los medallones.
Después de pagar el coste simbólico que te permite visitar los dos claustros -el de los Medallones y el de los Peregrinos-, además del propio templo, la hospedería y el albergue, siguiendo un pequeño plano que te facilitaron en la entrada, enfilaste tus pasos en dirección a la sacristía, desde la que accediste a la iglesia en busca del lugar más fresco que pudieses encontrar. Porque esa es otra noción que guardas en la memoria de los veranos de tu infancia en Sevilla. En pleno mes de agosto no existe otro lugar más fresco y cómodo en la ciudad andaluza que el interior de la propia Catedral hispalense. Y en esta ocasión tampoco te equivocaste. Esa tarde, bajo las bóvedas de la iglesia de Sobrado dos Monxes había una diferencia de temperatura de casi diez grados menos respecto al exterior, y con cierto alivio pensaste “Chaaacho… esto ya es otra cosa”.
Tu particular curiosidad te llevó por el interior del templo a la sobria capilla de San Juan Bautista, ubicada a la izquierda del altar, una construcción románica en la que destacan la parquedad de sus elementos decorativos, para proseguir por la capilla del Rosario cuya ejecución de la obra data del siglo XVII.
A continuación, y con la discreción que impone el silencio que reina en el interior del templo, en donde la humedad en la piedra de granito cohabita con el musgo en sus zonas más expuestas al sol, volviste sobre tus pasos para adentrarte, a través de un pequeño túnel en zigzag de estilo renacentista, hasta alcanzar el final de la sacristía. Aquí te deleitaste contemplando un fresco realizado en una pared en la que todavía figuran los denominados doctores de la iglesia latina: San Jerónimo; San Gregorio; San Agustín y San Ambrosio. Este lugar es una sala de base cuadrangular, coronada en su techo por una pequeña cúpula esférica, que antaño albergó reliquias de vete tú a saber quién…
En ese preciso instante fue cuando sucedió lo mejor que te puede ocurrir cuando visitas un monasterio o una iglesia románica. De súbito, las paredes de esa sala se hicieron eco de una voz, una voz femenina que entonaba un canto religioso, circunstancia que no suele ser habitual salvo que te encuentres en el Monasterio de Santa María la Real de Las Huelgas, en Burgos, en donde recordabas haber escuchado por última vez a un coro de monjas, casualmente también cistercienses, como la comunidad que reside en Sobrado dos Monxes.
La reverberación de aquella voz de mujer te sumió en un estado de profunda serenidad que envolvió tu cuerpo hasta estremecerte. La sensación fue de tal magnitud que todavía no recuerdas cómo retrocediste sobre tus pasos sin tropezar en los cantos de las losas cuadradas del suelo. Estabas absorto, maravillado, y tu respiración se volvió profundamente suave.
Aquella interpretación te cautivó porque era un concierto muy limpio, con un desarrollo tonal y armónico perfecto, tanto que incluso te llegaste a decir “pedazo de cd”. 
Cada minuto que transcurría te quedabas más atónito por la extraordinaria sonoridad del lugar, en donde, sin embargo empezabas a extrañarte de no ver ningún altavoz en tu recorrido de vuelta al altar mayor.
Pero si no había altavoces –como ya te habías percatado-,  si no se encontraba nadie en el coro y tampoco en el altar, ni en las capillas adyacentes, ni al pie de alguna columna, entonces ¿de dónde venía esa voz que atribuías a una extraordinaria grabación?
Esa voz era de una joven peregrina que se encontraba sentada en un banco situado en la primera fila, a diez metros frente a la mesa de piedra consagrada.
Flore de Maillard.
Con vestimenta propia de caminar  una media de veinte kilómetros diarios, el pelo rizado y despeinado sobre sus hombros, las palmas de las manos hacia arriba apoyadas sobre sus muslos en posición de rezo y con los pies descalzos, la imagen de esa chica te sobrecogió hasta sentir de nuevo un tremendo escalofrío por todo tu cuerpo. Esta vez te quedaste inmóvil sin poder avanzar un paso más.
Cuando conseguiste reaccionar, te sentaste frente a ella en el primer escalón dejando a tu espalda el sobrio y frío altar. Aquella chica cantaba con los ojos cerrados y en las pausas, entre cántico y cántico, también se mantenía de igual manera, en absoluta concentración, abstraída en el propio ambiente monacal de la iglesia.
Poco tiempo después, en uno de esos intermedios abrió los ojos lentamente y fue cuanto te encontró frente a ella a la misma distancia. La sonrisa que te esbozó para ti significó que no estaba incómoda por haberte sentado delante, a esos escasos diez metros, con el fin de escucharla en el más absoluto recogimiento.
Al cabo de unos minutos, ella sacó un cazo metálico y lo puso a sus pies por si alguien deseaba dejarle alguna propina por la bendición de sus canciones, ya que eso fue lo que sentiste al escucharla, un momento de verdadera felicidad. Un regalo para el alma.
Pasada media hora de oírla cantar y aprovechando otra de sus pausas, se le acercó un compañero para hablar con ella, ocasión que procuraste para ponerte a su lado y esperar tu vez para preguntarle de dónde procedía.
En un tono de voz muy bajo y melódico, casi como un susurro y con acento francés, te dijo que venía caminando desde Francia y que se llamaba Flore, a lo que le replicaste:
-¿Flore, qué más?
-Flore de Maillard.
Respuesta que volviste a alegar, esta vez con mayor admiración y en igual susurro, al expresarle que tiene “un nombre precioso”. Comentario por el que ella te obsequió en silencio con otra dulce sonrisa.
Flore te explicó, en una breve charla, que la razón por la que había salido a hacer el Camino de Santiago fue para encontrar el enfoque que deseaba dar a su vida y, en particular, saber además a qué dedicar sus estudios de canto. Aunque su decisión final no te fue ajena. El rumbo que ella había elegido te conmovió todavía más.
Aquella joven peregrina te confesó que desea utilizar sus conocimientos de música y canto para “sanar con su voz, para ayuda y alivio de todas aquellas personas que lo necesiten". Prueba de esto fue la espiritualidad que Flore te transmitió y percibiste en cada una de sus interpretaciones gracias a la belleza de sus melodías y, sobre todo, a la paz que te infundió al escuchar su voz. La voz de Flore… Flore de Maillard. 
(Dedicado a Ignacio Acuña Castiñeira).
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viernes, 8 de abril de 2016

No preguntes por saber que el tiempo te lo dirá

Un libro de estudio de aquella época.
Carmen siempre te sorprendió hasta la última vez que la viste con vida, con 81 años recién cumplidos. Había nacido en el pueblo de Vilaflor de Chasna, en la Isla picuda de Tenerife, "el segundo pueblo más alto de España", como a ella le gustaba recordar.
Allí fue donde inició sus estudios y donde conoció a su primera maestra de escuela de origen gallego, Lina Priegue Priegue, quien le facilitó las alas para el resto de su existencia: enseñarla a leer y a escribir. Poderosas herramientas para defenderse durante toda su vida y perfilar el futuro del único hijo que tuvo.
Sin embargo, el golpe de Estado de julio de 1936 la arrancó de su Chasna natal para trasladarse en el vapor 'el correíllo' La Palma,  junto con sus padres y sus siete hermanos, a Santa María de Guía, en el noroeste de Gran Canaria. Desde entonces nunca más volvió a saber de su maestra gallega, a quien siempre le profesó un cariñoso y silencioso agradecimiento.
Ella jamás te habló de esta historia durante los treinta y un años y medio que viviste en la capital grancanaria, y fue a raíz de irte a vivir a Galicia cuando te reveló este recuerdo que siempre custodió de forma callada.
Es probable que ella presintiese que algo se terminaba, que sería la última vez que podría contarte algo de su vida y quizás esa pudo ser la razón por que la decidió narrarte unos hechos que tiempo después te ayudarían a comprender muchos detalles que para ti siempre pasaron desapercibidos, lo que también motivó que te hicieses un montón de preguntas.
¿Por qué durante treinta y un años junto a ella nunca te habló en tu tierra natal de esa maestra? Una historia de la que no sabías absolutamente nada.
Con todas las ocasiones que fue a verte a Galicia ¿por qué esperó a realizar su último viaje a tierras celtas para desvelarte una de las semblanzas más entrañables que albergaba en su anciana memoria?
Al igual que hacía cada vez que te abría los anales de sus recuerdos, en esta etapa de su vida le tocaba hablarte de ese misterioso personaje, relato al que prestaste tu máxima atención en un silencio casi monacal mientras en tu mente no hacías más que plantearte preguntas, preguntas y más preguntas...
Interrogatorio que en aquella ocasión evitaste hacerle en aplicación de la saeta que tu padre te enseñó cuando, siendo un chinijo, a cada momento lo acribillabas con cualquier cuestión y él te callaba respondiéndote con "no preguntes por saber que el tiempo te lo dirá, que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar".
Sin embargo, pese a la sabia lección de tu padre, no parabas de barrenarte la mente por la curiosidad que la historia te generaba, de la misma manera que siempre hacías con todos los testimonios que Carmen te contaba desde que tuviste uso de razón.
Entre los recuerdos que te contó de "doña Lina", como ella la citaba con absoluto respeto, Carmen destacó el trato amable y cariñoso así como el estímulo que aquella profesora le infundió para amar la lectura y el arte de escribir, lo que a su vez motivó que desde niña mantuviese un interés constante por conocer todo lo habido y por haber.
Días después de hacerte esta confesión, Carmen volvió a sorprenderte con un nuevo gesto. Echó mano del listín telefónico y empezó a buscar el apellido de su maestra en una región que no conocía. Su octogenaria memoria le permitió recordar que doña Lina quizás tuviese familia en Santiago de Compostela, y centró sus pesquisas en los teléfonos de la ciudad compostelana y en los números de Vigo. Hasta que, a base de realizar innumerables e infructuosas llamadas, al final logró dar con los familiares de su profesora.
En principio, que localizara a los parientes de aquella señora lo viste normal. Lo que no te resultó normal fue el poder de convicción de Carmen para convencer a tres sobrinas de doña Lina para citarse con ella e, incluso, que una de las mismas se trasladase en tren desde Santiago de Compostela a Vigo para acudir al encuentro.
No salías de tu asombro al tratar de imaginar cómo tuvo que ser el semblante de las sobrinas de aquella maestra que había fallecido en Vilaflor hacía muchísimos años, incluso antes de tú nacer.
Nueve años después de esa reunión localizaste a las tres señoras que se reunieron con Carmen, pero ellas no lograron darte una explicación sobre cuáles fueron las razones por las que aceptaron la invitación para tomar un café con una desconocida que deseaba rendir un homenaje a la memoria de doña Lina. 
Y en ese instante caíste en el detalle de por qué eres periodista y quién te inculcó el amor a esta profesión en la que, en ocasiones, te has sentido mercenario informativo y, en otras, rebelde sin causa aparente.
Tú te hiciste periodista porque Carmen te lo inculcó a fuego lento, de la misma forma que se prepara un buen potaje de berros en Gran Canaria, con mucha sutileza y buena mano. Así lo hizo durante toda su vida y probablemente de forma inconsciente. Su existencia se centró en contarte las noticias y hablarte de las vicisitudes de la vida, en hacerte ver que el mundo evolucionaba con cualquier acontecimiento. Ella deseaba que siempre estuvieses informado y al tanto de todo para que pudieses hablar y opinar de cualquier tema con el conocimiento preciso. Porque esa es la labor de una madre extraordinaria: inculcar una buena formación humana, moral y académica y estimular la curiosidad y el conocimiento por todo. 
Pues, amigo, de qué manera te inculcó la profesión, porque su deseo también era compartir contigo lo que sucedía en el momento presente. Si de madrugada te levantabas al baño, de vuelta a tu habitación, en la oscuridad del pasillo te llegaba el eco de su voz desde su dormitorio anunciándote, radio en mano, que Indira Gandhi había sido asesinada, "le han pegado siete tiros", concluía su breve anuncio. 
En ese momento no sabías qué hacer, si volver a tu cuarto atravesando la galería oscura en donde de súbito sentías una sensación de abandono a raíz del inesperado impacto de esa noticia o retroceder al baño y permanecer unos minutos más hasta sentirte acompañado por ti mismo.
Vilaflor, Tenerife, en 1977. Foto: J.M. Navlet Rodríguez.
Recuerdos de situaciones similares nunca te faltarán. Con catorce años tuviste la ocasión de conocer a un tío de una de las mejores amigas de tu madre, Arsenio, natural de Cantabria, quien siendo preso republicano había sido condenado a trabajos forzados para la construcción de varias carreteras de Tenerife.
Después de escuchar de viva voz las experiencias de ese extraordinario señor, al regresar a casa, Carmen te alentaba a que redactases tus impresiones mientras desde la cocina te llegaba el olor de uno de los platos que con frecuencia te preparaba para la cena y que para ti significaba un manjar y la mejor manera de cerrar el día. Degustar una tortilla de papas con jamón cocido junto a un vaso de gazpacho
También recuerdas otra ocasión, cuando al regresar a casa te encontraste una nota en el espejo enmarcado en pan de oro, en la cual -al estilo de todas las que te dejaba por si ella no estaba-, te comunicaba el ingreso en la UVI del dirigente Julio Anguita, como si en tu casa el secretario general de Izquierda Unida formase parte de la familia.
La breve misiva acaba de forma significativa con la frivolidad del recordatorio de "compra dos panes", aunque luego pasases de bajar a la panadería no fuese a ser que, al volver y por arte de magia, te encontrases con otro trozo de papel en el que te comunicase el fatal desenlace del líder comunista. Noticia que te podría quitar el hambre de un plumazo y llevarte al consiguiente ayuno innecesario.
La suma de estos recuerdos y de muchos otros, las vivencias de las que Carmen te hacía partícipe y su última búsqueda, el descubrimiento de los familiares gallegos de su primera maestra, significaron el epílogo de la interminable lección 'periodística' que te dio durante toda su vida. Aunque hubo una enseñanza más importante.
Los acontecimientos que te han dañado son los que deben pasar al olvido de tu memoria pero los hechos que han marcado tu existencia y tu felicidad son los que no debes olvidar, y esos son los que debes transmitir y honrar en toda ocasión que se te presente.
Carmen sabía que le tocaba irse, que en breve abandonaría su cuerpo, pero antes deseaba compartir ese recuerdo como agradecimiento y homenaje ante los familiares de esa extraordinaria docente que le había indicado el hilo de la cometa a seguir a lo largo de su vida.
Pocos meses después del encuentro, las tres sobrinas de su mentora gallega recibieron una llamada telefónica que les comunicaba el repentino fallecimiento de esa señora de Canarias, cuyo deseo fue conocerlas para hablarles de los recuerdos que añoraba y que siempre guardó de su primera y adorada maestra.
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viernes, 13 de noviembre de 2015

La soledad forzada de la última mujer que vivió en Villa Excélsior (y II)

Villa Excélsior
Si pensaste que las sorpresas se acabaron cuando abandonabas la mansión de indianos más bonita que habías visto en tu vida, te equivocaste. En el camino empedrado que conduce a esa villa, te encontraste con Isabela. La primera impresión que te dio esta señora -que se identificó como familiar de Esther, la última mujer que habitó en el palacete- fue que te saldría con cuatro piedras en la mano, aunque, si en ese momento te llegan a decir que acabaría despidiéndose de ti con un abrazo muy sentido, no te lo hubieses creído. 
Isabela estaba harta de ver a curiosos merodeando por la zona con el propósito de entrar en la que antaño había sido la casa de sus familiares.
Ella te contó que era sobrina de Esther, hija de Manuel M. de A., quien decidió levantar esa soberbia construcción en el año 1912, gracias a la herencia recibida de un tío suyo -con el mismo nombre-, que hizo fortuna en Argentina con un negocio de tabacos que también llevaba el nombre que posteriormente le puso a la hacienda. Villa Excélsior.
Al pretender profundizar en los detalles de la historia de esa edificación abandonada, lo primero que Isabela te respondió fue que "todo lo que se dice en internet es mentira", e insistió "todo".
En ese instante, ese comentario te puso en alerta y procuraste no interrumpirla, porque te resultó muy interesante que continuase con su explicación, ya que para ti significó un privilegio el hecho de dar con un descendiente, cuyo testimonio directo, te permitió conocer parte de la historia sobre los antiguos propietarios. Minutos después te llevarías otra sorpresa.
La persona que por costumbre evitaba hablar con cualquier espontáneo que apareciese por el lugar, te impresionó cuando tomó la iniciativa de abrirte las puertas de su casa, para invitarte a subir al techo de un galpón, con el propósito de contemplar y admirar, todavía más, el jardín transformado en  una selva que casi imposibilitaba el acceso a aquella misteriosa propiedad.
Ya subido al tejado de ese cobertizo, Isabela te describió que, en su
Vista de la mansión desde la casa de Isabela
origen, la "finca madre" fueron los terrenos en donde ella reside, cuya división a principios del siglo pasado motivó el levantamiento de aquella villa con esa cúpula de azulejos de color verde que te seguía maravillando al observarla desde su casa.

Durante tu encuentro con esta extraordinaria fuente de información le preguntaste si se había publicado algo en prensa y recordó que tiempo atrás, en 1984, la periodista Maruja Torres había entrevistado a Esther para el suplemento de El País.
Isabela sostuvo que, Esther, presa de la desconfianza y ante el temor de que la periodista en realidad fuese una inspectora de Hacienda, "se puso su bata más vieja y la recibió totalmente desaliñada", pues el deseo de su familiar "era dar la imagen de que no tenía ni un duro".
De vuelta en el hotel en donde te alojabas, al anochecer buscaste información en internet. En la web de la oficina de información turística se citaba el lugar, pero no aportaba ningún dato de interés sobre su última moradora.
Días después regresaste a tu ciudad de residencia teniendo en mente que volverías a aquel lugar con dos objetivos: observar de noche la mansión desde el exterior y saber, de forma más pormenorizada, cómo pudo ser la vida de la señora que habitó en esa heredad tan enigmática.
Y volviste. No consigues explicarte qué tiene aquel lugar tan misterioso para que una noche de otro día cualquiera salieses con tu coche y abandonases otro de los grandes paraísos que, al igual que tu tierra de origen, Canarias, también significa Galicia.
Te pasaste casi toda la noche al volante hasta alcanzar la ría de Ribadeo, la frontera natural entre Galicia y el Principado de Asturias, en donde percibiste el mar Cantábrico en apariencia tranquilo, pero agitado en su interior, como también te sentiste por momentos, porque sabías que sería la última vez que volverías a ver esa casa que tanta intriga te generaba solo con recordarla. Lo misterioso y desconocido siempre ha ejercido en ti un poder de atracción que todavía no te explicas y probablemente te morirás sin saberlo.
Ya en tierras asturianas y al llegar al barrio de Barcellina, te situaste por detrás de la hacienda, frente al muro exterior. Cinco minutos después de apagar las luces de tu coche, cuando tus ojos se habituaron a la oscuridad, un escalofrío te sacudió todo el cuerpo al presenciar ese inmueble deshabitado, con los ventanales de madera al vaivén del viento y sus paredes en ruinas. El silbido del aire al atravesar los árboles de aquella finca era aterrador.
En esta ocasión no quisiste entrar porque experimentaste un miedo atroz. Un temor más cercano al respeto de ultratumba. Prudencia similar que mantendrías en días posteriores ante la historia que conocerías sobre las almas anónimas que en su época allí habitaron.
Al mediodía del día siguiente iniciaste tu particular indagación periodística y localizaste a Carmen Suárez, una amiga personal de Esther, quien, apoyaba en el quicio de su ventana, te narró algunos detalles sobre cómo transcurrieron los últimos años de Esther en el palacete.
Suárez destacó que Esther "se encontraba sola y todas las tardes se arreglaba de forma muy elegante para ir al casino a jugar al bingo con sus amistades". Aunque había una escena que a tu entrevistada
Esther. /E. Mencos Valdés, gentileza Blog de Zanobbi
no la dejaba indiferente porque se repetía con mucha frecuencia.

A su regreso del ateneo, Esther se presentaba en casa de esta amiga en la oscuridad de la noche, "y claro, por la hora que era cuando aparecía, la invitaba a cenar porque notaba su soledad", sostuvo esta señora.
La vida de Esther pudo estar marcada desde un principio por una serie de hechos que parecían predestinarla a la primera pena del ser humano: la soledad forzada. El tránsito por su propia vida con la tristeza en el interior de su alma.
Otras personas te contaron de su padre que, carente de la experiencia y las habilidades para los negocios heredados de su tío, al quebrar sus empresas, tomó la decisión final de retornar a España desde Buenos Aires. Pero su vida no tuvo una segunda oportunidad al morir en el barco en el que viajaba de vuelta a casa, en el transcurso de una escala en Lisboa.
El cuerpo del padre de Esther sería desembarcado en el puerto de Vigo, a donde ella había acudido ilusionada a recibirlo sin tan siquiera imaginar la fatal noticia que le comunicaría el capitán del buque. Esther regresaba a casa con el cadáver de su padre y con la soledad como única compañera silenciosa de viaje.
Sin embargo, las desgracias parecían no tener punto y final en el largometraje de la vida de esta gran señora. Poco tiempo después de casarse con un conocido juez y aficionado a la aviación, de manera casual, se enteraría por una amistad que su marido la había desheredado en silencio para dejárselo todo a sus cuñadas.
Una vez más, Esther se sumió en el más profundo y absoluto desconsuelo, pero resultó ser una mujer fuerte y muy valiente. Prueba de esto fue que el día que le comunicaron que su esposo había perdido la vida al estrellarse con su avioneta, el único comentario que hizo, con el que puso de manifiesto su discreta repulsa fue "pues allí donde cayó que lo entierren". Ella no acudiría a las honras fúnebres de su esposo.
Esther se quedó viuda muy joven, con poco más de veinte años, pero se podría adivinar que así debió de sentirse desde el momento que tuvo conocimiento del desprecio que le había hecho su marido.
No obstante, pese a que estos sufrimientos pudieron marcarle la existencia y moldear su carácter, se puso el mundo por montera. Porque si hay un recuerdo unánime entre todas las personas a las que les consultaste sobre el carácter de esta mujer fue su arrojo y coraje para salir adelante y continuar con una extrovertida vida social que le permitió disfrutar de una segunda familia, sus amistades, aquellas personas que uno elige que le acompañen hasta el final de sus días.
Se sabe que parte de sus principales vivencias transcurrieron entre Luarca y Madrid, hospedándose en la capital del reino en una pensión ubicada en la calle El Pez, siendo aquel hostal su centro de operaciones para desarrollar una vida más propia de una 'personal shopper', según te relató María Colmenero, sobrina nieta de tu anónima protagonista.
Cuando ya había logrado sobreponerse a las vicisitudes que debieron forjar su forma de ser, la mala suerte la volvió a golpear con una dureza extrema. Esther fue una de las 61 personas que resultaron heridas en el atentado más sangriento perpetrado por los GRAPO en la famosa cafetería 'California 47', en Madrid, el 26 de mayo de 1979.
Colmenero te narró que el personaje objeto de tu investigación se encontraba en el interior de aquel local tomando café con dos de sus mejores amigas. Ella resultó herida y requirió hospitalización durante 15 días. A sus amigas la explosión las cogió de lleno y murieron en el mismo lugar del atentado. Esther volvía a quedarse sola.
Ser testigo de este atentado la conmocionó profundamente, según también te comentó Olga. S. S., quien, junto con su hijo, José Ramón, regenta un conocido restaurante a la entrada del popular barrio de los indianos en Luarca.
Olga sostuvo que Esther tuvo secuelas de aquel atentado aunque pocas personas pertenecientes a la burguesía de Luarca llegaron a saber que esta persona tan célebre había resultado herida en aquel magnicidio.
"Esther era guapísima", te remarcó Olga, "pasaba por aquí y llamaba la atención, siempre elegante". En su juventud, su formación académica estuvo dirigida por institutrices que acudían a su mansión, pero esta vida de lujo pudo tener los días contados. La mala gestión de los negocios por parte de su progenitor había mermado la llegada de dinero para sufragar esa vida de ostentación reflejada en la mansión en la que vivió. Esto originaría el despido de la servidumbre así como de cualquier otra persona destinada a los trabajos de mantenimiento de la villa.
Una casona que carecía del suministro público de agua potable, aunque tenía un pozo, y cuyo voltaje de la luz todavía era de 125, circunstancias que, agravadas por la vejez de Esther, motivaron su traslado a un pequeño piso en Luarca, aunque no sería aquí en donde finalizó su existencia sino en la casa de la hija de quien fuera el  jardinero de su lujosa mansión. Alejada de tanta suntuosidad.
Acabadas todas las entrevistas y con todo lo que conociste, hubo un detalle que para ti no pasó desapercibido en el conocido enclave marinero, y para el que tampoco tendrás respuesta.
Todas las personas consultadas siempre se esmeraron en hablar de Esther, en asegurar que la conocieron, que la trataron y la apreciaron pero, de forma significativa, ninguna recordaba haber
El cementerio de Luarca
asistido a su entierro en el entrañable camposanto de aquel lugar que es difícil de olvidar por sus extraordinarias vistas al mar. Un cementerio en donde, el nombre de Esther, ni siquiera figura escrito en su lápida porque, según Isabela, "ella era muy humilde y no quería nada de esas cosas".

La protagonista de tu historia fue la última mujer que residió en aquella mansión. La última víctima que coexistió con un estilo de vida que le llegó de herencia en una época en donde la sociedad de clases estaba extremadamente delimitada.
La hacienda en la que residía ya le quedaba grande de tiempo atrás, y allí no tuvo más remedio que seguir representando una peculiar puesta en escena, sobre la que había sido educada. Circunstancias que le llevaron a compaginar unas duras y discretas condiciones de subsistencia con la salvaguarda de una dignidad que no evidenciase ante los demás la situación decadente en la que se encontraba en su propia casa. Un espacio en donde, en sus inicios, se vio rodeada de una vida extraordinaria en una villa 'Excélsior'.
Tras aquel largo día de entrevistas, en el transcurso de la puesta de sol abandonaste Luarca, un lugar de ensueño de donde te marchaste con varias satisfacciones: la primera, el lujo de haber conocido a gente tan excepcional, como impresionante también fue la historia que conociste de Esther. Tampoco olvidarás a José García León, otra gran persona que también te ayudó, siempre de forma desinteresada, y que fue el único que hasta la fecha había realizado un homenaje a la memoria de Esther en su 'blog de Zanobbi'. Gracias a su labor sobresaliente, y a las personas que con él han colaborado, te ubicaste sobre la importancia de aquella mansión de indianos, todavía enigmática para ti© Copyright 2015